El kirchnerismo significó una nueva etapa de la vida democrática de nuestro país, una que buscó tensionar los sentidos que hasta entonces se le habían dado a la vida en común. No caía de maduro, no era evidente, que a la crisis del 2001 le sucediera este nuevo momento de la tan irregular experiencia democrática argentina. Sin embargo, el kirchnerismo dio nuevo cauce a la movilización social que desde mediados de los noventa protesta contra el abandono al que condena el neoliberalismo a las mayorías sociales. Una andanada de decisiones políticas y económicas, nacidas de la audacia de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner que se hacía fuerte en el legado de la generación de los setenta, transformaron a la Argentina. Ni siquiera la intentona destituyente de las patronales agropecuarias, que cosecharon la simpatía de buena parte de la sociedad -de sus clases medias y altas-, lograron lastimar lo que se había puesto en marcha. Leyes fundamentales buscaron darle solidez a lo conquistado. Como si finalmente, durante los 12 años de gobierno kirchnerista la promesa primera de la democracia -que con ella se come, se cura y se educa-, pero también la de la “revolución productiva” y el “salariazo”, se hubieran hecho realidad.